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Corriendo por los puertos míticos(XXXIX): Balón de Alsacia, Francia

Por Jorge González de Matauco para carreraspopulares.com

En la vertiente este del Balón de Alsacia (Ballon d´Alsace), los pueblos hablan sobre discordias fronterizas. Y las cuentan en alemán o, mejor, en alsaciano, una variante dialectal del idioma germano. Nombres tan sonoros y tan poco confusos lingüísticamente como Niederbruck, Kirchberg o Wegscheid van saliendo al paso mientras me acerco a Sewen en un taxi. Tampoco engañan a nadie las lápidas del cementerio de la propia localidad de Sewen, donde los Tschupp, Fischmeister o Ringenbach son abrumadoramente mayoritarios frente a algún aislado apellido de origen francés. Porque, ubicado en plena cordillera de los Vosgos, el Balón de Alsacia siempre ha sido una tierra de frontera, una tierra en disputa entre los colosos francés y alemán cada vez que soplaban vientos de guerra. Una bendición ser tan deseada; una maldición estar situada entre semejante potencias.

Al pie de la cordillera, Sewen es mi campamento base para ascender al Balón. Una diminuta localidad ideal para alejarse del mundo durante unos días. Un remanso de paz rodeado de los paisajes amables y poco dramáticos de unos Vosgos dominados por montañas poco elevadas, tapizadas de bosques y bañadas de lagos en su mayoría artificiales. A comienzos de la primavera, a las nueve de la mañana, cuando echo a correr, todavía hace frío en este rincón oculto de Europa. Así lo indica la cantidad de leña apilada que se observa junto a las viviendas. Es viernes y la carretera está desierta. Apenas me cruzaré con un par de coches. La subida por esta cara consta de trece kilómetros flanqueados por bosques, con muy pocas vistas. Tras dos kilómetros casi llanos a orillas del lago Sewen comienza la subida real, que regalará una parte más vistosa junto al lago Alfeld, y luego la zona más empinada hasta llegar, en el kilómetro 10,5 de ascensión, a un cruce a la izquierda que me ubicará en la carretera principal del Balón. A estas alturas ya estoy corriendo entre paredes de nieve, por encima de los mil metros de altitud. No es mala recompensa para quien busca sensaciones fuera de lo ordinario. Los 2,5 kilómetros finales son más abiertos, entre praderas amarillas parcialmente nevadas y un albergue y un hotel-restaurante situados en la cima, a 1.171 metros de altitud. Y también con un horizonte donde se levanta una panorámica majestuosa de los nevados y lejanos Alpes.

Habíamos dicho que el Balón de Alsacia era una tierra de frontera. Pero también lo es de guerra, de esfuerzo, de chovinismo y de milagros. Así lo demuestran los cuatro monumentos esparcidos por su cumbre. El primero que me encuentro, adornado con la bandera de Francia, está dedicado a los soldados que desactivaron las minas existentes en las montañas después de la última gran guerra. Apenas unos metros más adelante, un sencillo monolito casi oculto por la nieve en honor a René Pottier, el primer ciclista en pasar por la cima del Balón en el Tour de Francia de 1905. Para visitar los otros dos tengo que correr montaña arriba por un sendero lleno de nieve. La estatua de Juana de Arco fue erigida por nacionalistas franceses furiosos por la pérdida de Alsacia a manos alemanas. Y, siguiendo el sendero, una estatua de la Virgen recuerda al aldeano que se perdió en el monte en medio de una tormenta de nieve y se salvó tras entonar unos rezos. Difícilmente se puede encontrar una montaña más saturada de emociones.

Después de reponer fuerzas en el restaurante de la cima, donde hay un fuerte olor a queso, desciendo por la otra vertiente para no regresar por el mismo camino. Ahora son nueve kilómetros de bajada los que debo hacer corriendo para llegar a Saint-Maurice-sur Moselle. Los primeros son bastante abiertos con vistas sobre las antenas del Ballon de

Servance, otra de las montañas de los Vosgos, siempre entre colinas verdes y bosques, con un paisaje parecido al norte de España. Cuando llego a la localidad, llevo ya 22 kilómetros de carrera, y considero que ya son suficientes, sobre todo porque para volver a Sewen tendría que desandar todo el camino y añadir, por tanto, otros tantos kilómetros. Así que consigo un taxi en la oficina de turismo para regresar al punto de inicio. El taxista, descendiente de portugueses, es un nuevo ejemplo de hasta qué punto el Balón es un punto de separación entre territorios, ya que afirma que jamás en su vida ha estado en Sewen, apenas a esos 22 kilómetros.

Al pasar por la cima me vuelvo a fijar en esa estela semioculta por la nieve en honor a René Pottier, el primer gran escalador del Tour de Francia. Pottier acabó suicidándose en lo mejor de su carrera. Se ahorcó del gancho donde colgaba su bicicleta. Dicen las malas lenguas que la causa fue el mal de amores. En realidad, aunque es un tema tabú, el suicidio no es ni mucho menos ajeno al mundo del deporte. En los últimos años, el caso más conocido fue el del exportero del Barcelona Robert Enke, cuya historia se refleja en uno de los libros más apasionantes que he leído en los últimos años: Una vida demasiado corta. Y tampoco nuestro deporte ha sido ajeno a estos incidentes. Por la red corren excelentes relatos sobre el maratoniano japonés Kokichi Tsuburaya, medallista de bronce en los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964. Para él, el bronce ante sus compatriotas suponía más un deshonor que un triunfo, y se propuso lograr el oro en los siguientes juegos. Un par de lesiones graves convirtieron su objetivo en un imposible, así que, incapaz de soportar la presión, acabó cortándose las venas. No puedo correr más, fue la nota que dejó como epitafio.

Aún me queda un día más por estos parajes, y emprendo la subida al Balón de Alsacia por un recorrido diferente, un itinerario circular por senderos de montaña, a veces apacibles, a veces más abruptos, que me llevará de nuevo a bordear los lagos corriendo entre bosques de abetos, puentes que salvan torrentes y cascadas inesperadas a la vez que espectaculares. Después, la pendiente se hace más pronunciada y los abetos se transforman en castaños. Llego hasta el refugio Bodelen y un par de collados de nombre Rundkopf y Ronde Tete. Un indicador marca que quedarían treinta minutos hasta el Balón, bastantes menos corriendo, pero a partir de ese punto la nieve toma y oculta los senderos, una nieve resbaladiza y molesta en la que es fácil hundirse hasta la rodilla. El supuesto camino es muy empinado y no hay modo de asegurar la pisada con unas humildes zapatillas de corredor. Mi cronómetro señala una altitud de 1.200 metros de altitud y no puede quedar mucho para la llegada, pero existe peligro de resbalar y deslizarse sin fin por laderas interminables perdiendo la orientación, así que esta vez el Balón me ha vencido. Como ocurre con los ochomilistas en el Himalaya o los corredores de ultras, también en un modesto mil una retirada a tiempo puede ser una victoria, aunque eso suponga abortar el recorrido circular y tener que regresar por el mismo camino. Moralejas que deja la visita a este mítico puerto tan sobrecargado de historia.

SOBRE EL AUTOR

Jorge González de Matauco
Autor del libro “En busca de las carreras extremas“


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