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Corriendo por los puertos míticos(49): Entoto, Etiopía

Por Jorge González de Matauco para carreraspopulares.com

Cuando la Italia fascista invadió Etiopía en 1935 encontró un ejército de campesinos escasamente armado que se defendía con orgullo con lanzas, rifles anticuados y escudos de cuero. Y sobre todo, recorrían el campo de batalla descalzos con sus pies llenos de callosidades. Tal fue el caso de JagamaKello, un niño de quince años que se convirtió en general de 3.500 hombres que corrían de un lado para otro para perpetrar emboscadas contra los invasores. Más de veinte años después, otro militar, AbebeBikila, miembro de la Guardia Imperial del emperador HaileSelassie, realizó el camino inverso, de Etiopía a Italia, para conquistar la medalla de oro en el maratón de los Juegos Olímpicos de Roma en 1960. El atleta-soldado también corrió con sus pies descalzos.

AbebeBikila nació en la Etiopía rural, en ese espacio donde reinan la chapa, la madera, el adobe, los burros, las vacas, los cebúes, las ovejas y corderos y los perros que se cruzan por todas partes. Allí donde las mujeres cargan grandes fardos de hierbas y ramas, y aventan semillas de teff para separar el grano de la paja, mientras los niños ejercen de pastores a la sombra de las acacias. Desde su aldea, Bikila viajó a Addis Abeba para integrarse en la Guardia Imperial. Cabe preguntarse si la ciudad que le recibió sería muy diferente a la que encontramos hoy en día. Probablemente poco habrá cambiado el burbujeante Mercato, un batiburrillo de colorido donde se apilan puestos con las mercancías más inimaginables, llenos de vendedores y clientes de toda condición, especialmente mujeres que lucen elegantes chales blancos o de color. Más le sorprenderían a Abebe los patios de los colegios donde los niños vestidos de uniforme juegan mayoritariamente al fútbol hasta que a las ocho y media de la mañana forman filas obedeciendo a los altavoces y realizan unos estiramientos dirigidos antes de cantar el himno nacional mientras se iza la bandera etíope. Y seguramente quedaría atónito ante el descontrolado ascenso del número de vehículos que atestan las calles de forma indisciplinada, un tráfico caótico y espantoso sin normas aparentes y apenas regulado por un puñado de semáforos y pasos de cebra despintados. Esos vehículos circulan por calles donde, fuera del centro, se mezclan desordenadamente chabolas y modestos comercios y por las que deambulan riadas de personas que incluyen mendigos y desocupados que conviven incluso con rebaños de ganado.

Tras integrarse en la Guardia Imperial, Bikila consiguió entrar en el reducido número de corredores entrenados por el nórdico OnniNiskanen para conseguir aquella medalla de oro, la primera medalla de oro olímpica para un país africano. Sin embargo, tras su regreso de aquella proeza se vio envuelto en la rebelión que su superior, el general MengistuNeway, desencadenó contra el emperador HaileSelassie. Condenado por alta traición, Bikila vio cómo sus camaradas eran ajusticiados, mientras que él fue indultado gracias a las hazañas atléticas que daban prestigio y honra al país. Agradeció ese perdón repitiendo la medalla de oro en Tokio-1964, esta vez ya con calzado y poco tiempo después de superar una apendicitis, y su éxito engendró a una camada de herederos deportivos, con nombres como Mamo Wolde, MirutsYifter, HaileGebreselassie y KenenisaBekeleentre los hombres, y DerartuTulu, MeseretDefar o TiruneshDibaba en el campo femenino.

La gran mayoría de estos atletas, nacidos en el campo, emigraron a la capital de Etiopía para convertirse en figuras mundiales. Y así, todos, comenzando por HaileGebreselassie, la mayor estrella de la historia del atletismo etíope, han entrenado en una de las colinas que rodean Addis Abeba: la montaña de Entoto, que así ha alcanzado una condición mítica para atletas de todo el mundo que quieren emular a sus ídolos africanos.

Además de ser el pulmón verde de Addis Abeba, Entoto es un lugar legendario en la historia del país, ya que fue elegido por Menelik II, antecesor de HaileSelassie, para erigir su palacio e instaurar la capital, antes de que esta fuera trasladada a Addis. Para dirigirse a Entoto hay que dejar atrás la zona de las embajadas extranjeras y atravesar el mercado de Shiro Meda, otro hervidero en plena ebullición con gente por todas partes, en su gran mayoría pobres que conviven con el barro y la basura y cuyas vidas poco tienen que ver con la de HaileGebreselassie y los otros atletas que pasan por allí en sus coches con dirección a la colina. Allí, al lado de la embajada de España, comienza la subida a Entoto. Aún no es el momento de correr, me sugiere el conductor del taxi. En Etiopía los visitantes extranjeros son tan mimados que parece como si se les quisiera aislar en fortalezas infranqueables. De hecho, todos los hoteles tienen férreos controles de seguridad y los empleados te ofrecen un taxi en cuanto sales a la calle. Pero apenas un kilómetro después de comenzada la ascensión a Entoto, desaparece todo tumulto y asoma una tranquilidad casi absoluta. Ya no espero más e inicio la subida hacia la montaña.

Surge enseguida una bella panorámica sobre la capital y los compañeros más habituales de camino serán los burros de carga conducidos por chicas que portan pesados haces de leña y que se irritan en cuanto sospechan que se les quiere fotografiar (a ellas o a los burros). La subida es dura, pero se puede correr con continuidad, sobre todo porque en apenas dos kilómetros se alcanza la iglesia de Santa María de Entoto, importante centro de peregrinación y culto religioso, y el peculiar poblado donde se sitúan chamizos en los que se vende fruta y otros comestibles, al lado de santones que caminan por la carretera. La pendiente afloja para volver a empinarse en una última cuesta que culmina en otra iglesia, la de Raquel y Elías, que coincide exactamente con la cima, exactamente a 3.000 metros de altitud. Es hora de internarse en los frondosos bosques de eucaliptus importados de Australia con el fin de purificar el aire de la urbe. Unos bosques donde entrena la élite local, aunque he de confesar que yo no encontré a un solo corredor.

Aparte del monte Entoto, los corredores populares etíopes tienen otro lugar para correr aún más frecuentado. Y ese lugar se halla exactamente en el mismo centro geográfico de la ciudad. Son las seis de la mañana y amanece en Addis Abeba, a la misma hora que todos los días del año. Es sábado y la ciudad se despereza más lentamente que otros días, salvo en un lugar. La plaza Meskel ya ha sido tomada por centenares de etíopes que se dedican a hacer deporte; algunos a jugar al fútbol, la gran mayoría a correr y realizar ejercicios gimnásticos. La plaza Meskel tiene forma y alma de teatro, nivelado con gradas de tierra a modo de calles por las que los corredores locales hacen kilómetros con el telón de fondo de unos edificios que aspiran al nombre de rascacielos. Se calcula que, de recorrer todas las gradas, se podría completar una media maratón. Al mismo tiempo, los cuarenta peldaños de la escalinata central sirven para realizar series a toda velocidad. Probablemente no existirá en todo el mundo una plaza más peculiar para un corredor.

Con todas estas experiencias previas, uno ya no sabe si la participación en la Great Ethiopian Run, que es la verdadera y perfecta excusa que me ha traído hasta aquí, no deja de ser un aliciente menor. Desde luego, si pensamos que se trata de una carrera de diez kilómetros que se celebra por las calles de Addis Abeba con una asombrosa participación de 44.000 atletas, no cabe duda de que las sensaciones van a ser muy diferentes a las de correr en solitario por el monte Entoto. Ver caras de excorredores de maratón que antes solo he visto por televisión y que forman parte de la promoción de la carrera, como las del mismísimo HaileGebreselassie y la del británico Richard Nerurkar, rival y amigo de Martín Fiz y Antonio Serrano, ya representa una primera impresión algo extraña. Y lo mismo ocurre con el recorrido previo a la carrera, ya que para acceder al punto de salida hay que caminar durante cinco kilómetros, en los cuales, envuelto en una marea atlética de carácter festivo, uno lo mismo se encuentra reatas de burros que urinarios antediluvianos. Y además, unas medidas de seguridad realmente apabullantes, con cuatro controles de seguridad corporales y un policía armado cada veinte metros de recorrido. Grupos de atletas entonan canciones que a un foráneo le suenan a melodías típicas africanas. Hasta que por fin se da la salida y la invasión de corredores se despliega por las avenidas de la ciudad, que cabe recordar se sitúa a una altitud de 2.500 metros, por lo que subir las cuestas supone mayor esfuerzo del habitual. Porque el recorrido no es en absoluto llano, sino que depara unos cuantos repechos que ralentizan el ritmo, sobre todo en el último kilómetro.

En la catedral de la Sagrada Trinidad he tenido ocasión de visitar las tumbas de algunos personajes que me han acompañado en este viaje. JagamaKello, el niño descalzo y general del ejército etíope; MirutsYifter, campeón olímpico de 5.000 y 10.000 metros en Moscú-1980, apodado TheShifter(palanca de cambios) por su irresistible esprint final; el doctor WoldeMeskelKostre, entrenador de campeones; y quien contó las hazañas de los atletas etíopes, el locutor de radio SalomonTesama, algo así como el Jose María García etíope. Pero me falta la tumba más importante, la de AbebeBikila. Y esta visita me deparará una enorme perplejidad, lo que llamaré el enigma Bikila. Había leído en un libro que su tumba se encontraba junto a la de Mamo Wolde, su sucesor como vencedor del maratón olímpico, en una rotonda ajardinada, con el acompañamiento de los aros olímpicos y un mástil con la bandera etíope. Sin embargo, cuando llego al cementerio de Saint Joseph, me encuentro un descampado en obras, con innumerables zanjas de donde los muertos parecen haberse evaporado. El único túmulo que queda en pie está coronado por una estatua despintada y deteriorada de unAbebeBikila que luce el dorsal número once con el que ganó su primera medalla olímpica. Alguien me explica que se está implantando una gran zona verde cuyo protagonista será el famoso corredor. Pero no me convence del todo, así que buceando en la red consigo saber que las tumbas primitivas de Bikila y Wolde fueron profanadas hace algunos años por desaprensivos y ladrones, así que todo lo que queda es lo que he visto. Algo lastimoso, sin duda, pero para quienes amamos el deporte de la carrera siempre quedará la satisfacción de que exista un lugar, con más o menos adornos, donde rendir homenaje a símbolos como AbebeBikila, el atleta que consiguió el oro olímpico con sus pies descalzos.

SOBRE EL AUTOR

Jorge González de Matauco
Autor del libro “En busca de las carreras extremas“


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