Corriendo por los puertos míticos (XXV): Puy de Dôme, Francia
Por Jorge González de Matauco para carreraspopulares.com
¿Qué fue del Puy de Dôme? Una pregunta que se habrán hecho muchas veces quienes devoraban crónicas deportivas allá por las décadas de los setenta y los ochenta. Mucho antes de que otros puertos ahora muy conocidos fueran elevados a la categoría de míticos, el Puy de Dôme acaparaba portadas de diarios y espacios privilegiados en radio y televisión. Por solo citar sus más famosos días de gloria, siempre hablando del Tour de Francia, fue el escenario de la legendaria lucha sin cuartel hombro con hombro (literalmente) entre Anquetil y Poulidor en 1964, de la doble victoria de Luis Ocaña en 1971 y 1973, del puñetazo que un energúmeno lanzó contra el hígado de Eddy Merckx en 1975 o de la eclosión de la pareja Arroyo-Delgado en una cronoescalada en 1983, cuando devolvieron al país el interés por el Tour. Después de eso, el Puy de Dôme cayó en el olvido, en el silencio más absoluto.
Pero, a pesar de ese silencio, el Puy de Dôme sigue existiendo y continúa siendo el más célebre de los volcanes de Auvernia, en el Macizo Central francés. Un volcán dormido y aislado cuya desafiante silueta piramidal se divisa desde muchos lugares de la ciudad de Clermont-Ferrand y sus alrededores. Con sus 1.465 metros de altitud supera con amplitud a todos los picos vecinos. Cima sagrada desde tiempos inmemoriales, su cumbre fue el lugar elegido por los romanos para edificar un templo dedicado a Mercurio, protector de viajeros y comerciantes. Un templo que en la actualidad se está restaurando y que comparte espacio con la antena y las feas instalaciones de una estación de telecomunicaciones. Una pretendida simbiosis entre lo viejo y lo nuevo cuyo resultado solo puede ser calificado de estrambótico.
Pero será la historia de las rutas que llevan a la montaña la que nos desvelará por qué una cima mítica puede, al menos en apariencia, dejar de serlo. Hasta principios del siglo XIX, los primeros turistas y curiosos solo podían ascender a pie o a lomos de mulos por caminos difíciles y escarpados. La moda del ferrocarril llegó al Puy de Dôme en 1907, con la inauguración del primer tren cremallera, que tardaba una hora y cuarenta y cinco minutos en completar un trayecto de 14,8 kilómetros. La I Guerra Mundial y el auge de los vehículos motorizados ocasionaron el declinar del tren, que acabó desapareciendo en 1925, y las vías fueron sustituidas por una carretera de peaje abierta un año más tarde a la circulación de vehículos particulares. Fue la carretera que se hizo célebre a causa de sus formidables rampas. Y lo que hizo fue morir de éxito. A causa de los 60.000 vehículos que ascendían cada año, de eventos gigantescos como el Tour de Francia y de la infraestructura necesaria para acoger esa marea, el medio natural comenzó a verse seriamente amenazado, y para protegerlo y poner fin a la invasión de coches, en 2008 se decidió devolver al tren el lugar preferente que antes había tenido. En mayo de 2012 se produjo la apertura del nuevo tren cremallera (llamado Panoramique des Dômes) por el trazado que antes ocupaba la carretera. Esta fue reducida a un solo carril y únicamente abierta para servicios y urgencias, quedando terminantemente prohibido el paso de ciclistas y peatones. Una pena para los mitómanos, pero, en realidad, el tren solo ha recuperado el espacio que los coches le habían robado, para alegría de los defensores de la naturaleza.
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Sin parkings en la cumbre y con una carretera tan estrecha, la posibilidad de que el Tour vuelva al Puy de Dôme ha sido eliminada, previsiblemente para siempre. Sin embargo, otros eventos menos mediáticos y más respetuosos con el entorno no se han visto perjudicados, como ocurre con la prueba que nos ocupa, la Montée du Puy de Dôme, o sea, la carrera a pie hasta su cima, que goza de una antigüedad y una solera que pueden resultar sorprendentes. Porque los 400 atletas que nos hemos concentrado junto a la estatua del jefe galo Vercingetorix en la inmensa plaza Jaude de Clermont-Ferrand, a las 16.00 horas del 17 de junio de 2017, nos aprestamos a disputar la que será la 43ª edición de la prueba.
Antes ha habido que inscribirse, un proceso que no ha resultado sencillo. La página web solo se ha abierto diez días antes de la competición, y las instrucciones indican que hay que enviar un cheque por correo ordinario a la dirección de la organización. Finalmente envío por correo electrónico mis datos, un certificado médico y la licencia federativa, y me permiten pagar el mismo día de la prueba, cuyas características, en cambio, sí resultan muy claras: 14,8 kilómetros de distancia, con un desnivel positivo de 1.077 metros (desde los 388 metros de altitud de Clermont Ferrand a los 1.465 de la meta) y un porcentaje medio del 7,7%, muy engañoso porque los kilómetros finales acogen rampas con másdel doble de desnivel.
A la hora de la salida, la temperatura es de 25 grados a la sombra, que al sol son más de 30. Así que la mayoría de los atletas buscan el cobijo de los edificios o de los monumentos de esa plaza mayor de Clermont-Ferrand, una ciudad apacible de 150.000 habitantes con un aire mediterráneo, pese a su ubicación en el interior de Francia. Con unos minutos de retraso, la carrera queda lanzada por la calle Blatin, que permite ya una primera vista del Puy de Dôme, hacia donde nos dirigimos. Tras cuatro kilómetros de asfalto por las calles de la ciudad, con una tendencia ya acusadamente ascendente, el pelotón encara durante dos kilómetros una preciosa vía romana empedrada y, por fortuna, muy sombreada que eleva todavía más la dificultad del perfil. Luego, unos tramos de enlace de tierra y asfalto nos sitúan ya claramente ante la gran mole de la montaña, que surge retadora e ilusoriamente cercana.
Los caminos que nos acercan al verdadero comienzo de la ascensión son anchos, están bien cuidados y no presentan ninguna dificultad técnica. En el kilómetro 10 cruzamos la carretera justo donde se levanta la barrera que impide el paso de peatones, ciclistas y vehículos particulares, y continuamos por un delicioso sendero entre bosques, llano y perfecto para disfrutar corriendo. Así llegamos al col de Ceyssat, el auténtico campo base de la subida al Puy de Dôme, porque allí se inicia el conocido como chemin des muletiers (camino de los muleros), la ruta de ascenso pedestre a la cima de la montaña. Solo restan 2,5 kilómetros para la meta, pero son, sin duda, los más penosos. No porque se acrecienten las complicaciones técnicas (sigue siendo un sendero amplio y perfectamente conservado), sino porque las cuestas se empinan de manera implacable para superar los casi 400 metros de desnivel que aún nos separan de la cima. A mi alrededor ya no hay nadie que siquiera intente correr. Solo caminar lo más rápidamente posible. Al menos, a medida que los árboles desaparecen, surgen buenas vistas panorámicas, favorecidas también por las trece curvas de herradura que recorre el camino.
El final del sendero viene marcado por una escalera de piedra y una pista de cemento que bordea la montaña a modo de terraza que invita a deleitarse con el paisaje y volver a correr. Pero, aunque solo quedan unos metros para finalizar, no es tiempo de alegrías. Veo muchos atletas con serios calambres, fruto de la dureza de esos dos últimos 2,5 kilómetros. En la meta me quitan el dorsal y, por más que insisto en que lo quiero como recuerdo, no hay nada que hacer. Para recuerdo la camiseta, me responden. Lo mismo me ocurrió en la ascensión a la Bonette, pero no en otras carreras francesas. Misterios de las carreras y un contratiempo para los coleccionistas de dorsales.
Desde la cima del Puy de Dôme se comprende perfectamente que las montañas del Macizo Central son muy peculiares, nada que ver con otras cordilleras francesas como los Alpes o los Pirineos. Una media montaña que alcanza su punto culminante en el muy accesible Puy de Sancy, a 1.880 metros de altitud sobre el nivel del mar. Unos picos que en un gran número son volcanes extinguidos y que aparecen completamente alfombrados por praderas furiosamente verdes. Descendemos de la montaña en el famoso tren de marras que derribó una carretera mítica, pero que, a cambio, ha favorecido la protección de un paisaje, una flora y una fauna dignos de tal defensa frente al medio millón de visitantes que reciben cada año.
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Jorge González de Matauco
Autor del libro En busca de las carreras extremas