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El día que dejé de correr

Por Mario Trota para carreraspopulares.com
El día que dejé de correr
El día que dejé de correr

Era martes. No lo olvidaré porque aquel día tocaba hacer series de 1.000 a un ritmo endiablado. Iba ´enchufado´, con ganas de hacer un gran entrenamiento y llevarme a casa buenas sensaciones. Faltaban 6 semanas para el maratón y cada día costaba más cumplir con el plan. Hice la primera serie según lo previsto. La segunda salió parecida. Cuando llevaba la mitad de la tercera serie, me paré de golpe. No supe muy bien por qué, pero mi cabeza dijo "basta". ¿Qué hacía yo allí, en medio del parque, corriendo como si me fuera la vida en ello? Es más, ¿por qué estaba corriendo? Sí, había un maratón, una meta, un objetivo. Pero en ese momento todo eso me daba igual. A mi cabeza asomaron entonces mis miedos más temidos. Allí, en medio de una tarde oscura y gris, decidí que aquello ya no me aportaba nada. Había perdido de golpe todas las ganas y la ilusión. Es día decidí que no volvería a correr.

Volví a casa cabizbajo, pensativo. Pero en ningún momento triste. Había asumido que lo que me ocurría era el fin de un proceso que había comenzado meses antes, cuando decidí participar en mi quinto maratón. La presión de prepararlo en condiciones comenzó a pesar como nunca había ocurrido. Sentía la obligación de no perder ningún día de entrenamiento y si eso ocurría, los remordimientos me atormentaban. Pero yo seguía convencido... hasta aquel martes de comienzos de otoño. Había perdido toda la motivación, correr ya no me hacía disfrutar, era casi como un trabajo obligado.

En el fondo, caminaba hacia mi portal sintiendo alivio, ya no tendría que volver a correr. No tendría que organizar mi día en base al entrenamiento que tocaba. Podía comer y beber lo que me apeteciese en cada momento sin pensar en si iba a perjudicarme en mi preparación. Un maratón más. ¿Para qué quería sumar otro, si ya había corrido cuatro? Recordé que el día que decidí correr mi primera carrera de 42 kilómetros pensé que sería la única. Sólo quería acabar un maratón y sería feliz.

Pero al primero vino otro y uno más; y un cuarto. Y lo que comenzó como una vía de escape, un método para adelgazar y ponerse en forma para sentirse mejor, pasó a ser una pequeña obsesión que crecía día a día. Cada vez corría más y me obligaba más. Quería competir en carreras populares todos los fines de semana y buscar nuevos retos. Ninguno conseguía saciar mi hambre de kilómetros. Tenía que hacerlo, aunque muchas veces mi cuerpo decía: "basta".

Así que acabé cogiendo manía al momento en el que me ponía las zapatillas para salir a correr. Hasta el rodaje más suave con amigos se me hacía un mundo. Cuando les dije a mis amigos que lo dejaba, muchos se llevaron las manos a la cabeza: "Tu, ¡pero si eres un ´forresgamp´, ¿cómo vas a dejar de correr?". "Porque ya no me llena, no me dice nada", respondía. Al final, me dejaron en paz.

Sin presión

Pasaron varias semanas sin correr ni un solo kilómetro. Fue toda una liberación. Descarté el maratón y en los tiempos destinados a los entrenamientos me dediqué a pasear y a sentarme en los bancos del parque a leer. Cualquier libro en el que no apareciese un corredor. Hasta que un día vi pasar a un chico de unos veintitantos años corriendo sonriente por uno de los caminos de tierra que bordeaban el lago. Iba relajado, aunque no muy lento, y su cuerpo se movía con la suavidad y la naturalidad de un animal que corre despreocupado por el bosque. Pero lo que más me llamó la atención fue el brillo en sus ojos y la expresión de placer en su cara. Aquel joven estaba disfrutando de verdad. Igual que cuando yo empecé a correr sin ninguna pretensión más allá que la de sentirme bien.

Al día siguiente, saqué las zapatillas del fondo del armario, me puse las mallas y una camiseta, dejé el reloj sobre la mesilla y salí a la calle con más dudas que ganas. Dejé mi mente en blanco y miré a los árboles que se recortaban sobre el cielo rojizo del atardecer. Mis pies empezaron a moverse y a trotar ligeramente, como si flotara sobre el suelo. Cuando llevaba lo que debían ser cinco o seis kilómetros fui consciente de que estaba corriendo sin ninguna presión, sólo disfrutando del momento y de la sensación que producía el aire fresco en mi cara. Me sentía aún más liberado que el día que dejé de correr. Esa tarde corrí 10 kilómetros y disfruté como no lo hacía desde años atrás.

Dos días después salí de nuevo, sin reloj, sin pretensiones, sin plan alguno. Llovía con intensidad, pero fueron los 12 kilómetros más satisfactorios que he corrido en mi vida. Un rato después, bajo el agua de la ducha, entendí por qué lo disfrutaba tanto. Y tomé una nueva decisión: nunca permitiría que correr me quitara las ganas de correr.

Desde ese día mis piernas han sumado cientos de kilómetros más y hace poco corrí mi novena maratón. Cada metro lo he vivido de forma intensa, como nunca antes. Y mi único objetivo es seguir haciéndolo hasta que mi cuerpo me lo permita.

SOBRE EL AUTOR

Mario Trota
Corredor popular


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